Hace varios millones de años
que el volcán explotó, derrumbándose sobre sí mismo. Hoy el cráter, con un
diámetro de unos veinte kilómetros, es uno de los más impresionantes
espectáculos de la naturaleza. Allí, entre sus empinadas paredes, convive uno
de los muestrarios más completos de la fauna africana.
Cuenta la leyenda, “que al
principio Dios creó a los masai, la tribu elegida, y que para alimentarles creó
a los animales. Por eso todos los animales del mundo son un derecho de los
masai.” Ngorongoro, en lengua maa, significa “gran agujero” y tan sólo ellos se
atreven a adentrarse a pie en el cráter para pastorear su ganado, protegiéndolo
del ataque de las fieras.
No resulta descabellado pensar
que el Ngorongoro pueda ser considerado “la esencia de África”. Si en el mundo pudiese quedar un
resquicio del Paraíso Terrenal antes
de la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén, ese lugar sin dudas podría ser la caldera del Ngorongoro.
Es posible que no haya lugar en el mundo con una mayor concentración permanente
de fauna salvaje. En sus doscientos sesenta y cinco kilómetros cuadrados pueden
encontrarse más de veinte mil grandes animales.
Localizado al norte de
Tanzania y situado en plena falla del Valle del Rift, los bordes de su cráter
alcanzan los 2.600
metros sobre el nivel del mar, mientras que la altitud
de la llanura, en el interior de la caldera, llega a los 1.800 metros , lo que
le confiere un clima suave y muy agradable pese a encontrarse muy cerca de la
línea del Ecuador. El fondo del volcán es una inmensa llanura, casi circular,
de unos veinte kilómetros de diámetro, en donde se pueden encontrar manantiales
y arroyos, un par de lagunas de agua dulce y un gran lago de aguas sódicas en
su centro. También se puede encontrar un bosque de acacias amarillas en su lado
norte, conocido como el Lerai.
El Ngorongoro, tal y
como lo conocemos hoy, se formó hace unos dos millones de años al derrumbarse
bajo una terrible erupción del volcán. Según los estudios realizados por los
vulcanólogos, es posible que el volcán del Ngorongoro, antes de su
hundimiento, pudiera haber alcanzado una altura muy superior a la del
Kilimanjaro, con sus 5.895
metros , la montaña más alta de África. Poco a poco la
vida lo fue colonizando y, por los restos descubiertos, desde hace diez mil
años los hombres han venido bajando a su interior para pastorear su ganado. Tan
sólo hace unos trecientos años que sus habitantes ancestrales fueron
desplazados por los datoga, quienes a su vez fueron expulsados hace
ciento cincuenta años, tras una dura batalla, por los masai, quienes
continúan bajando a pie con su ganado al cráter, sin más defensa que su
valentía y sus lanzas, para protegerse, a sí mismos y sus animales, de leones,
hienas y leopardos.
Por la altitud y lo escarpadas
que resultan las paredes de la caldera, pudiera parecer que los animales permanecen
allí aislados, sin apenas comunicación con el exterior. Sin embargo esas
agrestes laderas están surcadas por un gran número de estrechos y empinados
senderos, por los que la fauna entra y sale asiduamente del Ngorongoro,
intercambiándose y mezclándose permanentemente con el cercano Serengeti.
Tan sólo las jirafas y las hembras de elefante, para proteger a sus crías, se
mantienen fuera del cráter para evitar el peligro de despeñarse por las
difíciles rutas de entrada y salida.
El primer occidental que
contempló el cráter del Ngorongoro fue el profesor Kattwindel, un
científico alemán que viajó hasta allí en 1911 y que realizó los primeros
descubrimientos de fósiles en la cercana y célebre Garganta de Olduvai. Más tarde, dos colonos alemanes, los hermanos
Siedentopt, se dividieron el interior del cráter en dos y establecieron sus
respectivas granjas para criar ganado y cultivar trigo y sisal. Y otro
científico alemán, Hans Beck, se establece en la Garganta de Olduvai para buscar fósiles. Al final de la Primera
Guerra Mundial, Alemania debe de ceder aquellos territorios de Tanganika y la
nueva Administración británica obliga a los ciudadanos alemanes a abandonar las
tierras del Ngorongoro.
Un tiempo después se establece
en el interior del cráter un colono inglés, llamado Hurst, que construye una
cabaña con una pequeña huerta
y un corral
con unas cuantas
avestruces que le proporcionan huevos. Tan sólo viven con él
un sirviente negro y dos perros especializados en la caza del león. Hurst pasa
la mayor parte del tiempo cazando hasta que un elefante herido le atraviesa el
pecho con un colmillo y lo golpea con saña contra un árbol.
Es el tiempo de los cazadores
profesionales y de clientes hasta que, en la década de los cincuenta, el Ngorongoro
es declarado zona protegida y queda prohibida la caza en el territorio. Tan
sólo quedan los masai como únicos habitantes permanentes y, a partir de
entonces, los visitantes blancos que recibe el cráter se dividen en científicos
y turistas. En 1979 el Área de Conservación del Ngorongoro es declarado
Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y su espacio protegido se extiende más
allá de los límites del cráter que le da nombre, acogiendo los lagos de agua
alcalina de Ndutu y Masek, además de toda una cadena de volcanes
inactivos, como el Olmoti o el Empakaai, y también el Ol
Doinyo Lengai, la montaña sagrada de los masai.
El modo más común de llegar
hasta el Ngorongoro es el de viajar hasta el Aeropuerto Internacional
del Kilimanjaro, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Arusha, capital del
norte de Tanzania y lugar del que parten la práctica totalidad de los safaris a
los parques nacionales de esa región del mundo. Cuando el visitante accede por
primera vez al borde del cráter, es obligatorio salir del vehículo para admirar
desde las alturas la vista de toda la caldera, dejándose “empapar” por el espectáculo de una
hermosura incomparable y disfrutar del privilegio de poder contemplar una
maravillosa extravagancia de la naturaleza. Es el momento de respirar hondo y
de echar mano de los prismáticos para distinguir las zonas que más tarde vamos
a visitar.
Como en el Ngorongoro
llueve prácticamente durante todo el año, sus abundantes pastos atraen a
millares de herbívoros, a los que siguen los carnívoros y, a estos, los
carroñeros. Además del paisaje, lo que más impresiona al visitante es la
diversidad y la concentración de vida animal. Las diferenciadas zonas de la
planicie del interior de la caldera permiten que en las aguas alcalinas del
centro del cráter esté instalada una colonia de flamencos rosa y que en las
lagunas de agua dulce vivan varias familias de hipopótamos. En sus bosques
pueden distinguirse a los babuinos y una gran variedad de aves, destacando un
raro nectarinia, una pequeña ave parecida al colibrí, de color bronce.
En su zona de sabana la
explosión de fauna convierte su contemplación en una experiencia
fascinante. Grandes y solitarios
elefantes machos deambulan entre cebras, ñus, búfalos y gacelas. La observación
de leones es más sencilla que en otras partes de África, debido a su alta
concentración en relación al espacio y a que ya están perfectamente
acostumbrados a la continua visita de turistas y científicos en vehículos
todoterreno. Sin embargo, por encima de todos los demás grandes mamíferos, hay
un animal cuya visualización adquiere un punto más de interés… Se trata del
rinoceronte negro, un fascinante gran herbívoro que estuvo al borde de la
extinción y que mantiene en la caldera del Ngorongoro uno de sus
santuarios.
Con el atardecer llega el
momento de salir de la caldera, ascendiendo por alguna ladera hasta alguno de
los confortables hoteles y lodges,
situados en los altos del cráter, en donde se puede pasar la noche con todas
las comodidades, en un ambiente agradable. Al día siguiente conviene levantarse
temprano para bajar al interior del cráter y experimentar intensamente “la esencia de África”.
La grandeza y la belleza del Ngorongoro,
lejos de intimidar, transmite una emocionante sensación de integración. Por
muchos kilómetros que el visitante haya tenido que recorrer para llegar hasta
allí, en ningún momento llega a sentirse un extraño. A la sensación de
eternidad que transmite el paisaje, se suma la cálida llamada de nuestro
instinto ancestral que quizás nos esté diciendo que hemos vuelto a casa.
Ángel Alonso
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