miércoles, 18 de abril de 2018

Ngorongoro, la esencia de África


Hace varios millones de años que el volcán explotó, derrumbándose sobre sí mismo. Hoy el cráter, con un diámetro de unos veinte kilómetros, es uno de los más impresionantes espectáculos de la naturaleza. Allí, entre sus empinadas paredes, convive uno de los muestrarios más completos de la fauna africana.



Cuenta la leyenda, “que al principio Dios creó a los masai, la tribu elegida, y que para alimentarles creó a los animales. Por eso todos los animales del mundo son un derecho de los masai.Ngorongoro, en lengua maa, significa “gran agujero” y tan sólo ellos se atreven a adentrarse a pie en el cráter para pastorear su ganado, protegiéndolo del ataque de las fieras.     

No resulta descabellado pensar que el Ngorongoro pueda ser considerado “la esencia de África”. Si en el mundo pudiese quedar un resquicio del Paraíso Terrenal antes de la expulsión de Adán y Eva del Jardín del Edén, ese lugar sin dudas podría ser la caldera del Ngorongoro. Es posible que no haya lugar en el mundo con una mayor concentración permanente de fauna salvaje. En sus doscientos sesenta y cinco kilómetros cuadrados pueden encontrarse más de veinte mil grandes animales.

Localizado al norte de Tanzania y situado en plena falla del Valle del Rift, los bordes de su cráter alcanzan los 2.600 metros sobre el nivel del mar, mientras que la altitud de la llanura, en el interior de la caldera, llega a los 1.800 metros, lo que le confiere un clima suave y muy agradable pese a encontrarse muy cerca de la línea del Ecuador. El fondo del volcán es una inmensa llanura, casi circular, de unos veinte kilómetros de diámetro, en donde se pueden encontrar manantiales y arroyos, un par de lagunas de agua dulce y un gran lago de aguas sódicas en su centro. También se puede encontrar un bosque de acacias amarillas en su lado norte, conocido como el Lerai.

El Ngorongoro, tal y como lo conocemos hoy, se formó hace unos dos millones de años al derrumbarse bajo una terrible erupción del volcán. Según los estudios realizados por los vulcanólogos, es posible que el volcán del Ngorongoro, antes de su hundimiento, pudiera haber alcanzado una altura muy superior a la del Kilimanjaro, con sus 5.895 metros, la montaña más alta de África. Poco a poco la vida lo fue colonizando y, por los restos descubiertos, desde hace diez mil años los hombres han venido bajando a su interior para pastorear su ganado. Tan sólo hace unos trecientos años que sus habitantes ancestrales fueron desplazados por los datoga, quienes a su vez fueron expulsados hace ciento cincuenta años, tras una dura batalla, por los masai, quienes continúan bajando a pie con su ganado al cráter, sin más defensa que su valentía y sus lanzas, para protegerse, a sí mismos y sus animales, de leones, hienas y leopardos.


Por la altitud y lo escarpadas que resultan las paredes de la caldera, pudiera parecer que los animales permanecen allí aislados, sin apenas comunicación con el exterior. Sin embargo esas agrestes laderas están surcadas por un gran número de estrechos y empinados senderos, por los que la fauna entra y sale asiduamente del Ngorongoro, intercambiándose y mezclándose permanentemente con el cercano Serengeti. Tan sólo las jirafas y las hembras de elefante, para proteger a sus crías, se mantienen fuera del cráter para evitar el peligro de despeñarse por las difíciles rutas de entrada y salida. 

El primer occidental que contempló el cráter del Ngorongoro fue el profesor Kattwindel, un científico alemán que viajó hasta allí en 1911 y que realizó los primeros descubrimientos de fósiles en la cercana y célebre Garganta de Olduvai. Más tarde, dos colonos alemanes, los hermanos Siedentopt, se dividieron el interior del cráter en dos y establecieron sus respectivas granjas para criar ganado y cultivar trigo y sisal. Y otro científico alemán, Hans Beck, se establece en la Garganta de Olduvai para buscar fósiles. Al final de la Primera Guerra Mundial, Alemania debe de ceder aquellos territorios de Tanganika y la nueva Administración británica obliga a los ciudadanos alemanes a abandonar las tierras del Ngorongoro.

Un tiempo después se establece en el interior del cráter un colono inglés, llamado Hurst, que construye  una  cabaña  con  una  pequeña  huerta  y  un  corral  con  unas  cuantas  avestruces  que  le proporcionan huevos. Tan sólo viven con él un sirviente negro y dos perros especializados en la caza del león. Hurst pasa la mayor parte del tiempo cazando hasta que un elefante herido le atraviesa el pecho con un colmillo y lo golpea con saña contra un árbol.

Es el tiempo de los cazadores profesionales y de clientes hasta que, en la década de los cincuenta, el Ngorongoro es declarado zona protegida y queda prohibida la caza en el territorio. Tan sólo quedan los masai como únicos habitantes permanentes y, a partir de entonces, los visitantes blancos que recibe el cráter se dividen en científicos y turistas. En 1979 el Área de Conservación del Ngorongoro es declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y su espacio protegido se extiende más allá de los límites del cráter que le da nombre, acogiendo los lagos de agua alcalina de Ndutu y Masek, además de toda una cadena de volcanes inactivos, como el Olmoti o el Empakaai, y también el Ol Doinyo Lengai, la montaña sagrada de los masai.

El modo más común de llegar hasta el Ngorongoro es el de viajar hasta el Aeropuerto Internacional del Kilimanjaro, a unos cuarenta kilómetros de la ciudad de Arusha, capital del norte de Tanzania y lugar del que parten la práctica totalidad de los safaris a los parques nacionales de esa región del mundo. Cuando el visitante accede por primera vez al borde del cráter, es obligatorio salir del vehículo para admirar desde las alturas la vista de toda la caldera, dejándose “empapar” por el espectáculo de una hermosura incomparable y disfrutar del privilegio de poder contemplar una maravillosa extravagancia de la naturaleza. Es el momento de respirar hondo y de echar mano de los prismáticos para distinguir las zonas que más tarde vamos a visitar.


Como en el Ngorongoro llueve prácticamente durante todo el año, sus abundantes pastos atraen a millares de herbívoros, a los que siguen los carnívoros y, a estos, los carroñeros. Además del paisaje, lo que más impresiona al visitante es la diversidad y la concentración de vida animal. Las diferenciadas zonas de la planicie del interior de la caldera permiten que en las aguas alcalinas del centro del cráter esté instalada una colonia de flamencos rosa y que en las lagunas de agua dulce vivan varias familias de hipopótamos. En sus bosques pueden distinguirse a los babuinos y una gran variedad de aves, destacando un raro nectarinia, una pequeña ave parecida al colibrí, de color bronce.

En su zona de sabana la explosión de fauna convierte su contemplación en una experiencia fascinante.  Grandes y solitarios elefantes machos deambulan entre cebras, ñus, búfalos y gacelas. La observación de leones es más sencilla que en otras partes de África, debido a su alta concentración en relación al espacio y a que ya están perfectamente acostumbrados a la continua visita de turistas y científicos en vehículos todoterreno. Sin embargo, por encima de todos los demás grandes mamíferos, hay un animal cuya visualización adquiere un punto más de interés… Se trata del rinoceronte negro, un fascinante gran herbívoro que estuvo al borde de la extinción y que mantiene en la caldera del Ngorongoro uno de sus santuarios.

Con el atardecer llega el momento de salir de la caldera, ascendiendo por alguna ladera hasta alguno de los confortables hoteles y lodges, situados en los altos del cráter, en donde se puede pasar la noche con todas las comodidades, en un ambiente agradable. Al día siguiente conviene levantarse temprano para bajar al interior del cráter y experimentar intensamente “la esencia de África”.

La grandeza y la belleza del Ngorongoro, lejos de intimidar, transmite una emocionante sensación de integración. Por muchos kilómetros que el visitante haya tenido que recorrer para llegar hasta allí, en ningún momento llega a sentirse un extraño. A la sensación de eternidad que transmite el paisaje, se suma la cálida llamada de nuestro instinto ancestral que quizás nos esté diciendo que hemos vuelto a casa.

Ángel Alonso
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